lunes, 8 de agosto de 2011

DE CORAZÓN GRANDE


Ariel López Alvarez
Después de darle mil vueltas a la estela de pensamientos que me ha dejado un encuentro, he optado por escribir sobre la mágica fugacidad de su desenlace. Aunque bien sé que no soy nadie para pronunciar licenciosos calificativos de los aires conductores de quienes se mueven en la fe, en las esperanzas e ilusiones que nacen en la profundidad de sus adentros, —aunque bien sé todo eso, decía— también me considero un testigo del cómo se dan vivencias que trascienden la historia de las personas, llevándolas más allá de su existencia. Es así como puedo decir que soy un medio, a través de estas líneas, para disfrutar de los anhelos de una dama de quien ya nunca supe más y que, en aquella noche, alcanzaría a elevar su ser hasta liberarse de los yerros del entendimiento con los cuales nos sujeta lo humano.
Más o menos así fueron las cosas:
Todo comenzó cuando me detuve afuera de una fiesta. Desde ahí, la novia parecía levitar graciosamente con su vestido. Su ligereza me la recordaba de niña, cuando corría entre los ladrillos de una obra en construcción. De la asociación de ambas escenas caí en la cuenta de que antaño, en esos azarosos días en los cuales las carcajadas infantiles eran cobijo de cualquier amargura, sus papás cimentaban dos proyectos: levantar la casa y educar a una hija.
Ahora, Gaby se veía hermosa tras esa fachada de largos espacios vidriados frente a donde me hallaba. Las luces por doquier eran el medio a través del que se trasminaba la animosidad del interior. El retumbar de los bajos me hacía perder la modulación de la música. A la par, comencé a divertirme escudriñando entre los azulinos destellos que mayormente resplandecían y, sin querer, se me hizo presente una pintura, la vertical movement de Barns-Graham, donde el artista intenta eclosionar en el espectador su propio contenido de la obra, a través de una imaginaria posición en cadencia de un solo blanco entre el azul de la pintura. De la representación, ante mis ojos emergía una bella crisálida de un acto sacramental.
De repente, me sacó del ensimismamiento el travieso susurro de una señora canturreando:
— Buenas noches. ¡Je!, vengo al casamiento de mi hija.
Respondí al saludo de gracioso tono con un gesto de entendimiento. Bien sabía yo quiénes eran los padres de la novia. Probablemente —me figuré—, ésta era una de esas mamás de corazón grande, una de aquellas que, además de los hijos que les da la vida, tienen regazo emocional para tantos más. Ella tomó un resuello, de cara a los vientos de temporada que suavemente nos golpeaban en el crepúsculo de la tarde, y agregó cambiando el acento:
— Este soplo algo tiene de especial y distinto a cuantos me ha tocado disfrutar. Lo imagino como el mensajero de las buenas nuevas. ¿No le parece? Es cierto lo que le digo, y no se vaya a reír, pero creo que las personas empezamos a morir cuando olvidamos nuestras esperanzas e ilusiones.
Asentí con la cabeza, sin contestar nada, aunque parecíamos estar en mundos diferentes. En un mismo punto, yo me divertía con la policromía de las lámparas al cruzar los cristales, mientras ella hacía lo propio con un viento que a momentos no nos dejaba respirar. En fin, para completar el casual encuentro, Corazón grande —creo que la puedo llamar así— se alejó cantando una trova que me cambió de sintonía:
Mi unicornio azul ayer se me perdió,
pastando lo dejé y desapareció.
Cualquier información bien la voy a pagar.
Las flores que dejó
no me han querido hablar.
¡Ah!, ese tonillo me había podido en el alma: “Cuántos habremos buscado penetrar en los recónditos de esa poesía hecha canción, proveniente de la fascinación por la magia” —quise gritarle cuando se adelantaba a la entrada—. También, pensé, el arreglo musical de Vitier me parece una genialidad que termina con un impresionante giro a toda orquesta. Y, luego, que si el diálogo con un niño en la montaña, unos jeans o un lapicero de tinta azul fueron tal vez la inspiración de la canción, pues al que la escucha no le debe de importar. No le debería importar eso a nadie porque no tiene caso buscarle una miríada de interpretaciones a lo que debe entenderse como resultado de la extraordinaria fantasía del artista. En mi caso, hace años cometí el error de especular que el unicornio azul era una imagen de Dios que Silvio Rodríguez no podía exteriorizar abiertamente por cuestiones ideológicas.
Sin más demora, a una pierna y con muletas, avancé con dificultad hacia la misma entrada. Recuerdo que eran días en los que no podía caminar como siempre se hace. Mi hijo me ayudó a ingresar al amplio lugar de doble altura, sin gran ornato y portento de una nueva época en la arquitectura minimalista. Adentro, mis ojos se fueron adaptando a la oscuridad de las partes externas del pasillo por donde se circulaba, hasta donde no iluminaba la luz artificial de la Disco, ya tornada multicolor. En el lento tránsito hacia nuestros asientos me di oportunidad de apreciar la originalidad de la fiesta. No había una mesa principal ni un servicio individual de atención a los invitados; sólo bastaba estirar la mano para tomar el antojo, por así decirlo. Todo, sin ningún espacio peripuesto de cursilerías de los que adornan los salones solemnes, parecía estar a tono con las bellas formas y frescura de las amigas de los novios, resaltadas en sus entallados y breves vestidos.
En general, los invitados llegaban a sentarse en taburetes. Por mi condición, tuve oportunidad de descansar mi espalda en la orilla de un largo sillón de piel que me compartió alguien. “Arrímese para acá”, me dijo espontáneamente una voz al poco rato. Al agradecerle, me hallé con una cara conocida; era nada menos que la de Corazón grande, esculpida en piel morena, con finísimos surcos formados en una tez que ya se había dejado vencer por los muchos inviernos transcurridos. Probablemente rayaba en los setenta años de edad. Entonces ella me sonreía mientras se acercaba al arreglo de la mesa para tomar entre sus manos un botón de cierta rosa blanquecina, el cual nunca soltaría en adelante.
A leguas se notaba que compartíamos lugar, pero que Corazón grande no tenía espacio para mí. Ella se dedicaba a seguir con placidez el baile de los novios. Se comportaba ansiosa, como las anfitrionas de los festejos que desean que todos atestiguaran su felicidad. Por minutos se sosegaba dejando caer los hombros y sus gestos cambiaban, tornándose melancólicos. Tras un respingo, regresaba a una contagiosa euforia que la hacía disfrutar el baile como nadie.
Más tarde, el compás de la música cambió a ritmos lentos, permitiendo a los novios mostrarse su amor. También, el sonido bajó de intensidad y la luz se tornó blanca, radiante. En el exterior los vientos de febrero comenzaron a amainar, como si algo incorpóreo los utilizara para mostrar la satisfacción de su frenesí, como si algo incorpóreo quisiera cumplir una misión en la tierra.
En esos momentos, Corazón grande se levantó para retirarse. Enjugó las lágrimas y el sudor de su rostro con un raído pañuelo desteñido que guardó con cuidado en el pecho. Ella me captó viéndola e, instintivamente, tomó mis manos para despedirse. Seguramente no se daba cuenta de que me apretaba con fuerza. Su expresión trasmitía mil sentimientos y, a propósito de la vieja prenda, me dijo:
— Era de mi niña. Murió de un cáncer a temprana edad. Verá, cuando le dimos el último adiós, mi comadre me concedió el honor de que su recién nacida se llamara igual. Mi hija es la Gaby que usted no conoce pero que hoy siento en compañía de nosotros.
Volteó hacia los novios para sonreírles y continuó aclarándome al oído:
— Al final de sus horas no permití a nadie más estar con mi Gaby. Su cuerpecito perdía calor muy lentamente. Temblaba toda. Su corazón, como de pajarito, se disminuía. ¡Maldije el tiempo por no ser eterno! Cuando ya casi eran imperceptibles sus latidos, le tomé la cabecita fresca y ligera: manojos de cabellos se me venían a cada caricia. Ya no me importaba eso. “Allá nos vemos, mi niña. Dulces sueños te esperan”, le dije quedito. Gaby alcanzó a abrir los ojos por última vez y los mantuvo con tal vivacidad que contrastaban con la fragilidad de su existencia.
Me soltó las manos y las palmeó con apremio. Con la mirada complaciente me cerró con disimulo un ojo. Percibí en ella una muy íntima nostalgia atraída por los recuerdos y, más que nada, el anhelo por ver coronado el reencuentro con un alma. Luego, con sorpresa descubrió algo mientras se paraba:
— ¡Increíble!, ya brotó la rosa. Pobrecita, está urgida de rocío. La voy a sacar al sereno. Ha de ser una de las flores de mi Unicornio Azul. Voy a ver si con su flor el Unicornio me quiere hablar, o me pasa lo que a Silvio Rodríguez—, observó con ingenio, mientras por el tallo la depositaba en la oreja.
Al segundo, Corazón grande caminó para compartir afectos con los novios. Gozó de sus cálidos abrazos y, después de platicar con muchos más, se alejó un poco adonde quedó sola por un rato. De ahí, se compuso el pelo y su vestido con la misma facilidad con que seguramente lo hacía en sus años mozos. Nerviosamente, sus expresiones mostraban más alegría y sus piernas aparentaban levitar. No cabe duda de que la gracia de las mocedades no tiene más acotaciones en el tiempo que los ánimos motivados por las ilusiones: imaginé que ella se sentía retroceder con renovada esperanza al instante en que el mundo se le había derrumbado para, en el renuevo del espíritu, volver a afrontar la situación vivida, en un plano diferente, hacia el encuentro con el ser de su hija.
Cuando Corazón grande comenzó a alejarse, el sonido mantenía la estridencia suficiente para no dejarme escuchar si murmuraba nada. Por el contoneo, juraría que llevaba su propia melodía. No parecía haberle importado la burla de nadie. Sutilmente extendió el brazo e hizo una reverencia. Dio un par de giros en un ritmo distinto al de la música del festejo. En seguida, vi que sacó el viejo pañuelo y, dándoselo a nadie, se hizo luz en la palma de la mano abierta.
Mientras avanzaba, toda ella, de abajo a arriba, simplemente se fue desvaneciendo en el aire que corría por el pasillo.

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