lunes, 4 de julio de 2011

Mirando entre tinieblas

Miguel Roldán*
II

Recuerdo mirarlo en secreto, de lejos, yo me escondía tras las cajas repletas de viejos diarios apiladas en su habitación, no me atrevía a molestar. Así continuaba horas, atento, mirando cómo movía su mano de arriba abajo sobre una hoja blanca que mágicamente se atestaba de líneas en segundos.
Un día, sentado en el suelo, amurallado, espiando, mi pie torpe se deslizó golpeando una de las cajas provocando un ruido leve, suficiente para perturbar su concentración; su mirada buscó enseguida la causa de aquel ruido que lo forzó a detener el trabajo. Levantándose, visiblemente amoscado, se dirigió con pasos largos hacia donde me encontraba; retiró un par de cajas abruptamente, hallándome, estiró su mano arrugada e hizo de mis ropas, a rastras me llevó hasta donde se encontraba su escritorio donde alzó su brazo preparándose para arremeter una bofetada. Yo permanecía quieto, conciente de mi error y hasta complacido de ser castigado por merecerlo. Su frente fruncida percibió mi arrepentimiento, su inteligencia innegable y sorprendente identificó mi pesar sincero sin que yo emitiera una sola palabra. Se detuvo, me miro fijamente, entrecerrando los ojos, sin aviso comenzó a emitir palabras al principio ininteligibles que buscaban atolondrar mi escueto raciocinio, al tiempo que su mano descendía.
-El mundo perverso per se –dijo-, de tus sueños hará un recuerdo, recuerdo rehén del olvido, que lentamente destruirá tu alma deformando su aspecto primario, poco a poco te irá invadiendo una incertidumbre inextricable. Finalmente, comprenderás lo inverosímil de la felicidad. Todo lo que miras con tus redondos ojos es una falacia.
Al terminar de hablar, regresó a su silla, una vieja silla de madera, despostillada, acabada por las termitas; sin más, dejó caer su cuerpo chupado y senil sobre ésta, reinstalándose en su labor, como si yo hubiera desaparecido bajo el conjuro de las palabras pronunciadas. Escribió por horas.
Nunca logré comprender la razón de su misericordia, los años que corrían arrojaban costumbres estrictas, no importaba el sitio o la ocasión, si a alguien se le sorprendía espiando, hablando en secreto o realizando cualquier otra acción considerada falta de respeto, era motivo suficiente para reprender enérgicamente con golpazos serios sobre el rostro o las nalgas desnudas hasta amoratarlas. Sin embargo, entre las sombras de aquella habitación mística se atestiguó que, el que fuera 1965 no tuvo relevancia sobre la decisión del anciano cansado…tal vez fue eso, su fatiga, la falta de fuerzas, nunca lo sabré.
A partir de ese instante, mis visitas se incrementaron. Consentidas ya, cada día que transcurría dentro de aquella habitación poco iluminada continúe con mi actividad, sólo observar, admirar su genio. Algunas veces se me concedía la dicha de intercambiar palabras. Yo tenía apenas 13 años, durante 5 sorprendentes años tuve la oportunidad de aprender al lado de él, recuerdo sus conversaciones, su sapiencia deslumbrante. Casi todas las charlas versaban sobre la enigmática naturaleza humana, sobre la imperfección de las relaciones entre los hombres; salvo una ocasión, que por la importancia de su contenido me atrevo a reproducir. Fue una tarde aparentemente normal, ya oscurecía, yo había regresado apenas de las labores académicas, atravesé la puerta, jadeando, ansiaba llegar y tuve que acelerar mis pasos. Desde que entre percibí un aroma inusual, olía a caldo de pollo –nunca cocinaba, ni siquiera para él, ignoro como sobrevivía-, la atmósfera se encontraba invadida por una tenue nube vaporosa desprendida de la olla que contenía el caldo hirviente, sin decir una sola palabra caminé hasta la mesa donde se encontraba sentado, como esperando, acerqué una silla con mucho cuidado, de golpe, en silencio me acomodé. Él me sirvió una porción, sin decir nada, al finalizar el plato comenzó a narrarme una historia, la historia de su renuncia al mundo exterior, el relato de su condena.
“Hacia 1892, yo tenía 24 años, residía en la ciudad de Sonora, ciudad de los yaquis, una raza fuerte, de estatura considerable y estructura musculosa. Varios compañeros pertenecíamos al bando rebelde que, conspiraba contra el gobierno de Díaz. Las calles a diario eran bañadas de miedo, ahora, nuestra represión encontraba su detentación en personas con nuestra misma sangre, sangre indígena y mestiza.
En aquel entonces apenas sabía sostener un arma, yo era enjuto, débil, mi tez blanca y las facciones de niño inspiraban lástima a los demás; sin embargo, la circunstancia debió presionar mi madurez y en pocos meses ya era experto en el arte de disparar y acuchillar al enemigo, el arte de defenderse era muy necesario en esos tiempos en que se vivía un clima hostil e inseguro dentro del país. Las circunstancias conflictivas y la zozobra dominante del ambiente conminaba a resistir, pero era de todos conocido que esto no era realizable sin repercusiones sangrientas, así que debíamos encontrarnos en sitios secretos. Con el tiempo fuimos formando una especie de ejército, nos dimos a la tarea de investigar al enemigo que carecía de residencia. Sin precipitaciones, con paciencia, meticulosamente observamos cada movimiento, la información era adquirida de todas partes: el General Díaz vendía tierras indígenas con todo y humanos a manos extranjeras que los trataban como esclavos; el hambre en las jornadas de trabajo bajo el sol quemante desplomaba los cuerpos uno a uno, cuerpos que permanecían ahí hasta descomponerse, mientras los otros jornaleros los pisaban con asco y tristeza, pero si no lo hacían, si paraban de trabajar, eran sometidos a una tunda de latigazos, de entre cincuenta a cien golpes o hasta la inconciencia, según la gravedad de la falta.
Mi padre era un afiliado del gobierno mexicano, ignoraba mis andanzas. A menudo, cuando tenía que presentarse en el cuartel para realizar una empresa de desalojo, me llevaba a observar como se ejercía el control sobre los débiles, así los llamaba. Hubo una vez en que fue elegido para ejecutar a un bandido cuyo nombre pregunté justo antes de que perdiera el aliento.
Frente a un muro que mostraba manchas secas de sangre y rastros de sesos grabados en sus grietas, me detuve, cara a él. Lucía un tanto extraño, la ropa rasgada, laceraciones por todo el cuerpo, los pómulos hinchados por golpes duros y constantes, parecía haber muerto ya, su cara impasible lo aseguraba, sus ojos ausentes de emoción alguna lo gritaban.
¿Cuál es tu nombre? Pregunté quedamente. Sus ojos desprendían un dejo de odio, inexistente ya, es sólo que se quedó grabado como tatuaje. Ningún signo último de escape, simplemente estático, me miro pronunciando: Ariel Ventura.
Su identidad helo mis fuerzas, aquel nombre no era un desconocido correspondía a un viejo amigo de la familia, amigo de mi padre desde la infancia. Horas largas, felices, gastábamos en el bosque, la familia de él y la mía, compartiendo las risas, bañándonos en el viejo río, que recorre kilómetros de tierra, hundidos bajo su agua helada hasta arrugar nuestra piel, la vida era sencilla, complaciente.
Di la vuelta, mi padre a metros preparando ya el mosquetón, clavando la pólvora, los últimos ajustes eran realizados; aceleré mis pasos, hasta alcanzarlo, sin pensarlo grité:
“¡Detente!, ¡detente! cómo es posible, ese que está a lo lejos, humillado, descalzo contra el muro, único testigo de su último aliento, es tu hermano, tu mejor amigo, cómo es que el odio te haya vuelto miope, observa a tu alrededor, qué es lo que defiendes, acaso piensas que aun existe alguna patria por la cual debemos luchar, despierta, no renuncies a tus recuerdos, no permitas a intereses ajenos apoderarse de tus decisiones, aun tienes tu libertad de pensamiento, porque si algo no se nos arrebata nunca es lo que se encuentra dentro. Vamos general – le llamé de este modo para impresionarlo, para avisarle de mi inmenso respeto- apártate de tu obediencia, sólo por hoy, -mientras hablaba, el mosquetón se acomodaba sobre el hombro del general enfilando su plomo hacia el enemigo, la llovizna mortal se avecina- te lo ruego, no lo hagas, por favor, por favor- repetía entre sollozos-, por favor…”
Un estruendo aniquilo el silencio, una nube negruzca cegó la escena, llevé mi mirada hacia donde yacía el cuerpo ahora sin vida. Tendido sobre la arena despegada, se avistaba un tanto polvoroso, la sangre escurría sobre su frente. Mi padre sólo se ocupó de limpiar su arma. Lo miré con rencor sin entenderlo…jamás volví a mi hogar, huí perdiéndome para siempre.
Una tarde, entre las callecillas del pueblo de Álamos, donde escapé después del incidente, aún despoblado, con tramos largos de tierra cubierta por pequeñas piedras, con casas maltrechas techadas con lámina, y hartos perros paseando sin preocupación entre la tolvanera, caminaba bajo el rayo implacable del sol. Avisté un grupo de personas, comenzó a correr descontrolada, era un contingente heterogéneo, que se advertía asustado, un par de niños al lado de su madre, una anciana apenas caminando con celeridad, trastabillando; detrás, se distinguía un frente militar que lanzaba sus espadas inconcientes, no les importaba en donde caían sus ataques, las cabezas rodaban, brazos mutilados brincaban chocando contra el suelo irregular.
Uno de ellos, un soldado con barba crecida y vastas canas cubriendo su cabello desarreglado, grueso, sobre un caballo moteado, lanzó una mirada sobre mí, lo encontré familiar, aunque el odio no me permitió identificarlo. Dio un fuetazo al lomo del animal, a galope tendido arribó a mi lado frenando con pericia, se disponía a lanzar su espada. Yo, aterrado, sin otra cosa por hacer, en un acto desesperado grite un nombre: ¡Reinaldo Aguines! Pregunta, afirmación, no lo sabré nunca. El hombre detuvo el embate, en un principio pensé que mis palabras causaron alguna reacción, no era así. Supo quien era, tanto tiempo buscándome, por fin me tenía a sus pies, indefenso.
En los años de ausencia, dediqué lunas y amaneceres al odio, al rechazo hacia la subordinación, estudiaba largas horas hasta que los ojos se hundían en los pómulos de cansancio, conocía cada movimiento, cada injusticia del sistema. En poco tiempo contemplé un millar de hombres bajo mi mando, un grupo extenso, fiel, dispuesto a defender su patria, los vestigios de ésta. Mi nombre comenzó a resonar por las venas de los exhaustos, mi presencia molesta propició la preocupación de la cúpula de poder. Sabía demasiado y ejercía influencia sobre buena cantidad de los habitantes, situación sumamente inconveniente si se considera homogeneizar el control oligárquico durante generaciones. La situación de hartazgo aunada a una posible figura que los liderara hacia la libertad, obligó a Díaz demandar mi cabeza, mandó a buscar por todas partes hasta encontrarme.
Tras unos minutos de silencio seco, el viejo barbudo obligo a que montara en su caballo.
Aparecimos en el follaje del bosque espeso, una bocanada de silencio invadió el momento, tornándolo lúgubre e incierto. Desenfundó su espada sin prisa, la empujó contra mi vientre, el final estaba a un palmo, sin embargo, segundos antes de terminar su tarea, miro por última vez. Alguna razón desconocida fue suficiente para impedir que culminara lo acordado. En cambio, acercó la boca a mi oído:
-No pienses en el perdón, si no continúo, si no he arrancado tu maldita e insignificante vida de tajo es porque tal vez nos sirvas más si te mantenemos con vida.
Para ese momento yo ya no reconocía alguna familiaridad, acaso era una equivocación de mi parte o es que lo había avistado en algún sueño pretérito.
El hombre torturó cada parte de mi cuerpo, sin envidias, sin olvidar ningún rincón, recorrió los pies rasgándolos con un pequeño objeto punzante, el dorso lo desgarró con un látigo que en sus puntas dibujaba alambres oxidados. Casi en la inconciencia, cedí a proporcionar los nombres y ubicaciones de todos los adscritos al movimiento revolucionario, cuando hube terminado de confesar el último nombre se me mandó a la enfermería.
La noche helada presagiaba tragedia, salíamos del cuartel, yo estaba atado de pies y manos dentro de una carreta, con las heridas apenas sanando y los ojos vendados. Sólo escuchaba el galopar, podía adivinarse que el frente era numeroso. El destino resultaba evidente; una primera parada la realizamos en un pueblo aun sin bautizar, reconocí el lugar por el aroma que despedía el aire, a fresno y brasas recién apagadas. Luego, una bala atravesó el silencio, un sonido a cuerpo que cae siguió la explosión. La avenida que cubría mis ojos fue movida lo suficiente para reconocer al cadáver. La noche continuó bañada de sangre acentuando su negrura, cada paso, cada parada, deshaciéndose de un mal, sumando una pérdida.
Cuando terminó, mi alma no comprendía nada, hubiera preferido morir antes de delatar a mis amigos, el temor a la muerte…mató a todos quienes depositaron su confianza y su fe en mí.
Las cinco de la mañana marcaba el reloj, mi boca seca, la mirada vacía, el tiempo se congeló, miré a los soldados sonrientes, satisfechos de cumplir con sus deberes, de pensar que con aniquilar a un centenar de hombres la justicia y los disturbios se extinguen de la faz de la tierra.
En esas horas largas, desastrosas, con la noche de testigo, mi muerte llegó, pero continuaba vivo. “Ah, el rostro era el de mi padre, por eso lo reconocí, es sólo que lo había olvidado”.
Permanecí quieto, en silencio, impávido. De pronto, una daga que escondía en sus manos arrugadas se clavó en su cuello. No atiné a moverme, el terror me petrificó, lo vi morir, vi como se ahogaba con su sangre. Esperé unos días –esperando nada-, días que ocupé para estudiar sus escritos. Al fin hojeaba aquello que emanaba de su mente con una facilidad envidiable, sólo me apartaba de la habitación para acudir a mi casa y así, evitar sospechas. Cada vez que regresaba era más fuerte el olor fétido del cuerpo. Parece inhumano y un tanto siniestro que yo pensara en leer y analizar sus escritos con fruición en vez de avisar a algún familiar, si había alguno, porque, y hasta ese momento lo pensé, jamás miré entrar a nadie ni atestigüé visitas dominicales. No puse demasiada importancia a mi proceder un tanto malévolo, es sólo que mi curiosidad y la excitación eran muy grandes.
Los años transcurrieron, ese episodio de mi vida lo intenté olvidar. Ahora miro sus escritos, tengo treinta años, y continúo descifrando alguna de sus palabras, nunca fueron claros sus mensajes. Sus palabras confusas siempre orillando a la misma conclusión:

“Engendramos un odio que habita en nuestro interior, es imposible huir de el.”

III
Se le miraba en la sala de espera de aquel hospital, aunque desde niña los había odiado por la blancura de sus pasillos, aquel día se sentía sorpresivamente cómoda, sin nervios. Pero, qué hacia sentada en el hospital general.
Horas antes Sofía miraba atenta la televisión, el percance de hace un par de años lo había superado, Aguines logró reponerse de esa crisis, visitaba al psiquiatra una vez por semana, hasta se consiguieron otra mascota. Fue muy duro para ambos.
Sofía esperaba a Aguines quien en la ducha tardaba eternidades. Esta vez a Sofía le pareció que la duración del baño de su esposo era exagerada, pero no se alarmó ni pretendió levantarse de su descanso. Un documental sobre la vida de las hormigas entretenía su tiempo de espera. Las hormigas son animales cuya organización es envidiable, todas tienen una función específica que realizan como si de antemano se hubiera firmado un acuerdo colectivo, el orden prevalece en los hormigueros, cada quien nace y muere a su debido tiempo.
El teléfono sonó haciéndola pegar un brinco, se encontraba ensimismada, atenta. Una voz entrecortada le avisó que un cuerpo se encontraba en el hospital, llamaron a ese número porque era el único dato que llevaba en su cartera el individuo, sin nombre, sin identificación, sólo este número. Ella colgó el auricular lentamente, su oído percibió la ausencia de la caída de agua, la televisión la distrajo y no lo notó antes. Se levantó de golpe y se asomó al cuarto de baño aun caliente, su esposo no estaba ahí. Bajó las escaleras conteniendo su miedo, subió al automóvil y se dirigió al hospital de prisa.
Ahí estaba, con la nube blanca a sus espaldas y al frente un pasillo lánguido, kilométrico, plagado de gemidos quejumbrosos. Una voz le indicó que la acompañara a identificar el cuerpo. Entró a la sala, a la morgue, un cuarto pálido con múltiples camastros colocados casi al azar, las mantas que cubren los cuerpos con manchas inmensas de sangre. Intentó ser fuerte, dio unos pasos firmes, el médico fríamente alzó la manta que cubría el cadáver. “Es él” dijo.
Enseguida el médico le explicó cómo se procedía en estas situaciones. Ya que el individuo no presentaba identificación alguna, era conveniente realizar una investigación y de ser necesario tomar una muestra de sangre para identificarlo a través de la prueba de ADN. Ella se mostró molesta en un principio, era su esposa, vivió largos años con él, de qué manera se podía dudar de su palabra, finalmente accedió.
La investigación convenía para llevar un control de natalidad, para ninguna otra cosa, cuestión de estadísticas, nada más. Antes de abandonar el nosocomio realizó una última pregunta al médico y al perito que lo asistía.
-¿Cuánto tardará éste proceso, días, horas, cuándo será posible que sepulte a mi esposo?
-En veinticuatro horas señora.
-Está bien.
Al día siguiente cerca de las dieciséis horas, dieciocho horas después de su desafortunada visita al sanatorio, Sofía paseaba por la cocina exánime, cuando el timbre sonó, abrió la puerta reconociendo al perito del día anterior, se le notaba diferente, ya sin esa bata blanca tan seria, llevaba un traje gris oxford y camisa azul claro. Lo dejó pasar, un asunto urgente lo llevó hasta ahí, pensó, no hay que hacerlo esperar.
-Hemos continuado con las indagatorias, las diferentes pruebas realizadas a su presunto esposo –“presunto”, a Sofía le desagrada esa palabra – nos indican un aparente suicidio, vengo a pedirle me deje realizar una inspección a su casa y en especial al sitio donde gastaba mayor número de horas su marido, con el fin de hallar algún indicio que nos indique la razón de su conducta.
A Sofía la idea no la convence, piensa que ya fue suficiente con perder a un ser querido, pero ahora ante la posibilidad de esto, de un suicidio, bueno, cree que debe dejar hacer el trabajo que se deba hacer para llegar a la verdad.
-Claro, adelante, haga su trabajo.
El hombre más bien chaparro, robusto, sale del fondo del sillón, da un vistazo y señalando un cuarto: “¿Es aquel su lugar de trabajo?”. Sofía dice: “Si, era”. Camina hasta la puerta con pasos difíciles, pesados, gira la chapa accediendo al cuarto, la habitación luce limpia, el olor a pino refleja que se intentó borrar algún aroma indeseable, para olvidar un hecho, el aroma es exagerado, puede llegar a estas conclusiones debido a su naturaleza inquisitiva. Sus manos husmean todos los resquicios, con paciencia hojea la torre de papeles que permanecen sobre el escritorio, por fin, después de horas, encuentra algo parecido a un acta de nacimiento, es un acta de nacimiento, la mira detenidamente, un nombre esta plasmado en la hoja y no coincide con el que proporcionó la esposa: Diego Barrientos Olvera. No encuentra en ningún sitio el nombre o apellido, o lo que sea de Aguines. Tal vez este papel corresponda a otra persona, piensa. No lo deja en su lugar, continúa buscando alguna identificación personal o un pasaporte que confirmen el hallazgo. Una cartera enterrada bajo el montonal de hojas, la abre y extrae una identificación, la fotografía es de Aguines, o el presunto Aguines, pero los datos personales no coinciden, confirma el dato del acta. Por qué ocultar durante toda la vida su identificación, con qué razón. Llega hasta un gabinete que se encuentra en la parte posterior del escritorio, está bajo llave, lo abre forzando la cerradura, una serie de sobres tamaño carta que se observan muy bien ordenados, abre uno con cuidado, en el interior hay unas fotos de un hombre de avanzada edad, al pie de la foto se mira un nombre escrito con pluma: Arnulfo Aguines. Aguines de nuevo, pero quien es este extraño, abre todos los demás sobres, todos repletos de escritos aparentemente realizados por este Aguines, pues no corresponden a la escritura de las hojas sobre el escritorio, todos con alguna fotografía del mismo anciano, tal vez, piensa, para Diego no era un extraño, eso es evidente. El último sobre, lo toma con el mismo cuidado con el que repaso los anteriores, como si fuera el primero, no se impacienta, lo abre, este es distinto, casi vacío, los demás estaban repletos, en el sólo hay una hoja, una sola hoja, escrita a mano, se da cuenta que esta caligrafía es de Barrientos, la lee atentamente:
“Todo se encuentra listo, hoy es el día en que terminaré con el sufrimiento de Sofía, la voy a salvar de este mundo enfermizo, es mejor que muera antes de que alguien le haga daño, antes de que la decepción la desbarate. Cuando salga del trabajo la invitaré a cenar, vendremos a la casa, las pastillas las tengo en la gaveta, una copa de vino será el medio para envenenarla, la salvaré.”
Aguines

Dobla la hoja, pensativo, comienza a comprender, Aguines era quien él quería ser.
El perito camina hasta donde se encuentra Sofía, le extiende su mano regordeta entregándole la carta, la lee en silencio, el perito sólo le dice que su marido en verdad la salvó, la salvó de él mismo, porque ese mismo día que ella recibió la llamada del hospital, él la mataría.
Sofía se derrumba. La ilusión de una vida renovada, ahora agudiza la pena, la contempla más distante que nunca.
En una silla rígida, maltratada, se mira postrada su silueta bajo un ambiente calmo. Su dedo índice, delicado, activa la radio a un volumen moderado.
“Un terremoto de cinco punto ocho grados Richter derrumbó casas, bloques enteros de vecindarios, devastando gran parte de la ciudad de Indonesia; la República Mexicana vive un ambiente de violencia a todo lo largo de su territorio, tan sólo ayer por la noche en la ciudad de Sinaloa fueron ejecutadas cinco personas; miles de extirpaciones de clítoris se practican en países árabes, más allá de las costumbres que guardan, esta actividad atenta claramente al respeto de los derechos humanos; mayor número de inversión para la construcción de establecimientos comerciales, las expropiaciones y la destrucción de áreas verdes es necesaria con tal de no frenar el desarrollo económico.”
Vuelve el dedo sobre el interruptor, apagándolo. Un frío la recorre hasta sus vértebras, el corazón le martillea con fuerza. Comienza a comprender la tragedia……

*Con esta segunda parte concluye el texto completo que hemos presentado a nuestros lectores en los números 10 y 11 de este periódico.

No hay comentarios: