lunes, 6 de junio de 2011

RELÁMPAGO, ES MUY INTELIGENTE

Por Abelardo Iparrea Salaia
Dedicado a mi amigo Mario Ulises Pereyra E.

El caminejo está enfermo de grises peñascales y el caballo bayo, tan entendido como es, tropieza a cada rato y duda, tarda en seleccionar por dónde proseguir, no quiere lastimar sus cascos, ni realizar esfuerzos innecesarios. A mi no me importa que proceda como quiera, mientras pueda pensar lo mío, confío en él; no llevo ninguna prisa y la brisa matutina ayuda al contento que llevo dentro, un contento que ya es viejo, casi tanto como yo mismo que estoy por cumplir cincuenta y cinco años. Por cierto, mi caballo se llama “Relámpago”, porque uno de mis cuatro hijos, el menor, así quiso que se llamara, cuando una tarde lo vio correr sobre el verde pastizal de mi potrero y se le figuró una flecha amarilla que volaba .Ahora, mi hijo va para trece años y Relámpago para diez, lo que quiere decir que el animal se vuelve adulto y el muchacho, adolescente. Pues esa era más o menos, más bien menos, la edad en que me hallaba cuando en casa de mis padres, desde mucho antes, no había más felicidad que la de estar unidos con la fuerza grande del amor que mi madre interponía entre la angustia, la pobreza y la desesperanza.

Los días pasaban con pasmosa lentitud para todos y la escasez de lo más elemental me lastimaba tanto como a mis tres hermanos, pero no tanto como a nuestra madre y nuestro padre, albañil de oficio, que de día ocultaban la desazón con el nerviosismo de los quehaceres hogareños, ella, y él al retirarse muy temprano, a veces sin tomar al menos un café o un atole, en busca de una chamba, ahí en la ciudad aquella, donde abundaban los albañiles. De noche, no sé; digo que no sé por dónde o hacia dónde se iban sus lágrimas si es que lloraban, o los hondos silencios del repensar las cosas. A nosotros, los chamacos, nos bastaba dejar el hambre y las incipientes preocupaciones en el cuenco amable de los sueños, a lo mejor la nueva mañana nos traería algo diferente, cosas gratas, diferentes a esa canija tristeza que por momentos nos invadía.

¡Ah!, cómo le gustaba leer a mi querido viejo. ¿Cómo conseguía libros y más libros? De su maestro, de sus pobres ganancias, de los basureros donde la insensatez los abandona. Otro albañil le había enseñado con la paciencia y la sabiduría de verdadero maestro, maestro pues por dos veces o más, que le hizo llenar en su juventud muchos cuadernos con números, con palabras, con dibujos, con saberes que, en suma, lo volvieron un poco vanidoso, un poco que se volvió nada al entender que eso era un lucimiento innecesario, inútil, ante sus compañeros y conocidos. Desde entonces tomó el vicio de leer y leer, aún con la luz que le prestaban las estrellas, y con el tiempo se convirtió, para nosotros y para sus iguales, en el maestro albañil más sabio de todos; por eso debo sumar a la magia del amor maternal la prudente sabiduría de nuestro padre, pues esas dos fuerzas enormes hicieron que la unidad familiar no cediera ante el hambre siempre presente, ni ante las otras calamidades que, de repente, lo estropean todo. Mi mamá …¡Qué término tan regio para identificar a una mujer! Miles de veces lo pronuncio y nunca termino, ni terminaré, en tu caso madre, de entender la enormidad de su piadoso significado. ¡Mamá cuántas lágrimas has merecido y cuántas risas nos prodigaste con todo y la tensión a que estabas sometida! ¿Cómo es que te dabas tiempo para tejer esos milagros y enseñar semejante prodigio a mis hermanas?... Sí, ¡cómo puedo olvidarlo!, el producto salido de esas manos laboriosas era vendido en las calles de la ciudad y las compradoras citadinas, damas de falso rezo, dueñas de muchas riquezas y de almas pálidas, famélicas, regateaban el trabajo, la dedicación, la creatividad, la belleza, y querían dar cualquier cosa sobre el valor real de aquellas maravillas. Pero mis hermanas, Pureza y Piedad, se enfurruñaban y oponían su inexperta resistencia hasta lograr un precio que sólo llegaba a parecerse al que mi madre les pusiera. Yo era pequeño y asistía al injusto alegato como convidado de piedra pero, por algún hechizo que hasta hoy me es indescifrable, todo drama, todo dolor, toda burla y desdén de que fuimos objeto en esas horas, se me quedó pegado como imborrables manchas sobre la piel de mi creciente dignidad.

Mi hermano, mayor que yo dos años, Rolando se llama, que es a quien llevo mi fraternal visita hasta su rancho, estudiaba sus lecciones elementales en una escuela rural; me tocó después seguir sus huellas y nuestras hermanas más tarde, aunque ya mayorcitas, cuando en casa se entendió su natural derecho a educarse al igual que los varones. Eso me pareció muy bien, ya que siempre me sentí dichoso con la protectora y hermosa compañía de las dos y porque, con mi pequeño entendimiento, presentía su justicia. A Rolando no le apetecía nada estar al amparo ni de las naguas maternales, siempre fue rebelde y hoy lo sigue siendo, pero la suya es una muy generosa rebeldía que siempre fue en auxilio de su familia, de los desvalidos, de sus amigos.

-¡Oh!, ¡oh!- mi buen caballo. Relámpago me rescata con un breve relincho del túnel donde encuentro mis recuerdos; quiere platicar. Su caminante soledad nada tiene que ver con la mía, ¡quien sabe!, a lo mejor también estaba metido en su pasado y lo quiere referir a su equina manera.

-Bien, bien, Relámpago, ¿tú también tienes historia para contar a los demás, aunque no seamos todos caballos? ¡Adelante!

-Brrrrbrrrr- contesta mi amigo bayo.

-Seguro que estás rememorando tus proezas y tus amores: tu magnífica compañera color de humo y tus potrillos, tan apuestos y gallardos como tú. El caballo hace temblar su musculosa y ya sudada corpulencia, indicándome de ese modo que me baje para descansar los dos y platicar así, de mejor manera. La retadora cuesta y los peñascales han sido vencidos, adelante nos esperan sólo las curvas, bajuras que nos llevarán al rancho de mi hermano, donde, casada también desde hace tiempo, vive en casa distinta, pero en el área del fraterno territorio, la menor de mis hermanas, con su esposo y dos hijos. Como yo no guardo en la discreción mis recuerdos, pues los hablo y los actúo de frente al cielo y a todo lo que me va rodeando, confiado en tu virtuoso desempeño cuadrúpedo amigo, y confiado también en la gran serenidad de la montaña, pienso que tienes derecho y hasta una especie de obligación de dialogar conmigo. Es entonces, cuando Relámpago, masticando su decir, me lleva a una increíble levedad para escucharlo:

-El gran caballo que fue mi padre y la noble yegua que fuera mi madre, en mucho se parecían a tus humanos progenitores. Tuve sólo una hermana, blanca y de larga crin, de delicada alzada. Temprano se la llevaron, no volvimos a saber de ella.

-Conociéndote como te conozco, nada dudo de lo que confiesas, ¿y también sufrieron como el sufrir que tocó a los míos?

-Sí, en nuestro mundo, como en el de todos los demás animales, el sufrimiento, la tortura, la desesperanza, entran y atacan lo mismo a grandes y a pequeños, y aunque nuestras lágrimas no son, por lo común, el resultado de esa química que en ustedes se vuelve llanto líquido, lo mismo inundan por dentro con amargos desesperos. El hambre, las enfermedades, las injusticias no nos son desconocidas. Incómodas compañeras de viaje, con frecuencia afligen a muchos animales. Pero, en descargo, asimismo experimentamos esos estados de ánimo que ustedes llaman felicidad.

-¿Cómo pudiste darte cuenta de esas cosas, Relámpago?

-Porque así como tú, antes que me compraras recién que fui potrillo, se me incrustaron en la cabeza las cuestiones que oía referir a mis mayores y otras de que me fui dando cuenta en la corta circunferencia de mi existir y, como a ti te sucedió, en mi también se fueron enredando con el crecimiento. Creo que tú y yo, Generoso, poseemos facultades de captación parecidas. Como no callas cual es debido tus reflexiones, me valgo de ellas para decirte lo que puedo. Y como me tocó en suerte caer en tus manos, lo que he vivido contigo, no hace sino responder al significado de ese nombre que llevas tan bien puesto…

El ollar y el belfo dejaron de moverse y quietas quedaron sus orejas; todo él, mi buen amigo, se enfundó en una cápsula de reparador silencio y se me quedó mirando con esa simpatía que raramente separa de sus ojos. Tomamos agua de un escondido manantial del bosque y reemprendimos la marcha, regresando yo a mi rememorar hablando y Relámpago, a paso calculado, haciendo su tarea de conducirme al rancho de El Robledal. El paisaje todo, es uno de esos que nos hacen sentir la inmensa dicha de pertenecerle a la vida, no importa que por ese sólo instante hurtado a la eternidad. El viento, los verdores, la luz, los colores regados entre las silvestres flores, son caricia y canción, religión que no ofende, bendición que redime verdaderamente. Cada recodo del camino es un mirador de asombro, de hondo regocijo.

Aquellos días, sábados y domingos, de mi adolescencia y de la de mis hermanos, fueron parte, como tuétano en los huesos, que se integró a cada cual y se volvió como querían los viejos -más claramente mi sabio albañil- substancia, esa substancia que de haber faltado no habríamos alcanzado, con el dinero, con el oro que después llegó, la altura espiritual y moral y cultural y social que supimos conquistar, gracias a la suma de esas circunstancias de que se vale el azar para construir la dicha de unos o el infortunio de otros. No, no dejamos de estudiar. Sino mucho, suficiente fue el estudio que hizo de mis hermanas dos maestras de excelencia, y de Rolando y de mi, él un confiable técnico agrónomo y zootecnista, y yo, ingeniero civil proclive a la locura de leer como mi padre, y a escribir, por cuenta propia, todas las verdades y mentiras que como hilos invisibles tejen la urdimbre de la experiencia humana.

Aquella mañana sabatina de un marzo de 19… nos hallábamos sentados, haciendo rueda, mi madre y mis hermanos. Ella nos hablaba con su fresca, hermosa y honrada manera de decir las cosas, y nosotros, concentrados en su lección de vida y en el desgrane de mazorcas que habíamos cosechado. No nos dimos cuenta del tranco de un, caballo que se aproximaba por la cercana vereda que cruzaba el pequeño espacio donde se levantaba la cabaña que, para vivir, nos prestaba un hermano de mi madre, el tío Rubén. Tal vez no atendimos el aviso porque don Eduardo, que era mi padre, solía llegar a pie. Pero él nos gritó, primero a mi madre, enseguida a nosotros:

-Rosaluz… hijos, ¡he llegado para darles hoy la felicidad que siempre han merecido!

Y aquí viene el cómo del fortuito suceso que luego le habría de anteponer a los nombres de mis padres el Don y el Doña, con mayúsculas. ¡Oye bien Relámpago!, que no tardamos en llegar a El Robledal. Don Eduardo, eufórico, maestro ya del decir rápido y bien cuando se lo proponía, nos relata:

-¿Se acuerdan ustedes de Don Rufino, mi maestro y compañero de labores en la ciudad, quien vino hace diez años a despedirse de nosotros? Todos movimos la cabeza en un sí general, pues aunque muy niños mis hermanos y yo, era imposible borrar de la memoria a ese tipo de personas que por más que se apliquen en procurar discreción para sus actos de bien, dejan en la memoria y el corazón de los beneficiados, más que firme su huella generosa.

-… Cuando él se fue, alegre como era, se llevó a su lejano origen norteño sus ahorros y su optimista sabiduría para compartirlos con los suyos. Y en mis manos dejó un sobre con un escrito, y la recomendación de que lo abriera yo hasta la fecha en que lo hice, hace dos meses. Se trata del traspaso legal en propiedad a mi favor, de la casa en que vivía, muy cerca de la ciudad. Pero como el tiempo carcome hasta el acero, aunque no dejaba de vigilarla en las horas que me era posible, en tanto esta fecha llegaba, las paredes, el techo y la cerca se arruinaron. La gente, ya sabemos, cuando carece de educación con frecuencia carece al mismo tiempo de prudencia y honestidad: puertas y ventanas desaparecieron y roto fue todo lo rompible…

El gran padre que fue mi padre hace una pausa, toma agua de limón que mi madre le ofreció, los demás estamos relajados, pero expectantes y con algo que bulle en nosotros como cosa nueva, como gorda esperanza, que no es mas que el contento que me dura hasta este momento en que, tú, Relámpago, tomas cuidadosa nota de mi recordar. Oigo tus pisadas cautelosas, pausadas, armónicas, que en nada me interrumpen, gracias amigo.

-… Lo que hice fue ponerle a mi compadre estas noticias sobre su casa y herboso terreno, en una carta, carta que no tuvo contestación. Luego le puse dos telegramas urgentes, y también no hubo respuesta. Y, finalmente, como no tenía otro medio para hacérselo saber, en mi ausencia de cinco días, fui hasta su pueblo natal, para hallarme con la información tremenda de que mi amigo y maestro había fallecido, y su familia, que no era mucha, se mudó a un punto del que no se tiene la menor idea…

El hombre se volvió buscando el rostro de mi madre, los dos se rieron y hablaron con los ojos como diciéndose versos de nuevo amor para vivir el tiempo que les habría de quedar, y es aquí donde está la raíz de este contento que conmigo va cabalgando…Los hijos queríamos ya el final de la historia, pero el padre, jugando un poquitín con la ansiedad, terminó por tomar su limonada y nos aventó su risa, la risa más feliz que hasta entonces le conociéramos.

-… Pues bien; como en estos últimos días me he dedicado a la roza y aseo del patio de esa casa que ya es nuestra, también hice cuidadosa revisión de las paredes y el techo, con la idea de aprovechar todo cuanto fuera posible para irnos a vivir allá, más cerca de la ciudad y más cómodamente. Al estar revisando y golpeando con martillo las partes que sonaban huecas, me detuve en un espacio en que los golpes hacían un eco extraño y, pues, allí me detuve para calcular el área que tenía que derribar para luego componerla poco a poco, así se tenía que hacer… y empecé la tarea solo, sin más ayuda que mi determinación.

¡Vaya, Relámpago, ya se deja ver El Robledal! Relinchas de alegría ¿verdad? Eres un buen muchacho. Pronto descansaremos de este viaje y de mis remembranzas platicadas en voz alta para ti. Sí, así es, bien que mueves tu cabezota para decirme que lo comprendes. Y, mira, más bien, oye lo que fue el resto:

-… El golpeteo fue constante y poco descansaba yo, hasta que en una oquedad en la base de aquella parte que trabajaba, pude descubrir entre las nubes de polvo que se habían formado, un bulto, una maleta de lona encerada, muy pesada, que me exigió más de una hora poderla extraer. Afuera ya de su escondite el envoltorio aquel ocultaba una caja debilitada por el tiempo y enmohecidos los cinchos de metal con que la habían asegurado. Pero con la renovada fuerza que me daba la sorpresa y la intuición, pude al fin vencerlos y abrirla, llena estaba de hermosísimas monedas de oro y varias joyas con piedras preciosas que, en lo sucesivo, adornarán a las mujeres de esta casa que son las más bonitas y buenas de México. No, de México no, del mundo. Todo está a buen resguardo y disponemos de suficiente capital para, desde hoy, darle a nuestras vidas el viraje que merecen, como lo merecen incontables seres humanos que están, como estábamos nosotros, anclados en la esclavitud de las más injustas circunstancias…

Y tú, Relámpago, no estuviste en los funerales de mis padres. ¡Claro que no!, pues llegas a mi cuando ellos ya tenía años que nos habían dejado con holgado bienestar. En paz murieron, ¡De veras, caballo! Sin pena, sin dolores. Así fue; ella, mi madre, nos dejó primero, después el sabio y afortunado esposo…nuestro maestro-amigo. No, no avances amigo querido, aquiétate tantito mientras el aire seca las canijas lágrimas que se me han soltado desde lo más hondo del alma mía. Sí, te repito, estoy contento pero se vale llorar al mismo tiempo cuando se llora agradecido y orgulloso de ser parte de esta historia.
Los dos acabamos por caminar “codo a codo” el tramo último que nos separaba de El Robledal, pero un poco antes de que se produjeran los abrazos y las palabras cariñosas de mis parientes, Relámpago me atajó y se me quedó mirando con sus brillantes ojos de canicón, ladeando su cabezota de uno a otro lado, y se me ocurrió, en un posible gesto suyo, adivinar una sonrisa cómplice, solidaria, de amigos verdaderos. Por eso sostengo que, Relámpago, es muy inteligente.

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