lunes, 6 de junio de 2011

Mirando entre tinieblas

Miguel Roldan*
I
Sentado sobre tierra espesa, húmeda; entre piedras, ramas y una obstinación patológica, durante horas me hundo en la flacidez de la superficie, descansando. Sacudo regularmente mis piernas largas, rollizas, con el fin de ahuyentar los insectos y animalejos que trepan ágilmente por mis pantorrillas desnudas; de manera brusca a los que logran alcanzar mis muslos, sin resentimientos, sin juicios previos; el sólo hecho de sentir sus patas rasposas pasando lentamente sobre mi epidermis, me eriza, impacienta y asquea; así que sin vacilar los hundo contra mi piel, hasta ver que su sangre amarillenta escurre entre los surcos dibujados por mi vellos. A los que logran escapar, los persigo, ya no me molesta, pero ahora su sola presencia y presunta intención de dirigirse hacia mí para joder, son suficientes para exterminarlos. Los sigo por un tiempo entre los pastos, tiempo mayor del que necesito, es sólo que me excita saber que no hay escapatoria para el inmundo animal. Huelo su miedo, los alcanzo y hacino entre mis dedos ásperos, lentamente los presiono, pareciera que el gusto de mirar sus desesperados movimientos me impulsa a alargar su muerte inevitable. Al fin los exprimo. El crujir de algunos aumenta el placer nutriendo el morbo. Logro menguar esa venganza, mi venganza, tal vez inútil, tal vez vaga, pero mía, íntima. Froto mis dedos entre si para sus restos, para palpar su sangre glutinosa. Que sensación de poder y tranquilidad da el saber que he acabado con una de mis molestias, con una más de estas existencias infructuosas.
Me detengo por un momento, de aquellos en que se distrae el viento que silba entre los árboles y el sonido de aguas mansas; de pie, ahí en medio de la nada, las manos se paralizan, una idea me congela… Que sería si de pronto alguien grita que desea matar a todos y cada uno de los seres humanos. Sería considerado un bárbaro por toda la humanidad, un asesino. Yo… yo no reprobaría su deseo, en cambio, me sentiría como lo hago en el fondo del bosque, y ahí sentado, entre ramas de metal adheridas al piso, alzadas con sus luces de colores, y puentes colgantes con follajes de alambrada, entre piedras que existen en nuestro mundo urbano como asfalto pestilente y rígido, igualmente andaría tras ellos, derribándolos, perforándolos, presionando sus vientres hasta la asfixia, oliendo su muerte… Qué es esto que pienso, acaso soy un monstruo. Hace apenas un tiempo me hubiera sido imposible generar esta clase de pensamientos… ¡al diablo!, estoy harto, aun no encuentro explicaciones a mis palabras, pero es imposible frenarlas. Quisiera silenciarlas, matarlas, pero el hastío, la muerte, los cansancios, no lo permiten, sólo alientan el reproche.
Abandono el trance volviendo a la tarea que me ocupaba.
Amo sentarme por horas a la orilla del río, donde los árboles abundan y te cobijan con sus vastas ramas cubiertas de follaje. La idea hipnotizante de que a mi alrededor existe un submundo, calmo, estable; me empuja a un intento por descifrarlo.
Lo miro de lejos en un principio: la libélula se postra sobre unas hojas por un instante, luego vuela libre frente a mi rostro, ella decide hacia donde dirigirse, donde detenerse; un par de cangrejos avanzan desde lo hondo del agua, lentamente estiran sus tenazas alcanzando unas partículas de algas que dirigen a su boca; un camaleón extiende su lengua retráctil, y con un movimiento discreto estrangula una langosta ensimismada.
Pasado un tiempo, me acerco, lo huelo, lo palpo, rozo las hojas de cada árbol; como visitante tímido reconociendo su nueva estancia, avanzo, con pasos lentos, indecisos; mis dedos atrevidos acarician el agua ahuyentando a los crustáceos, mientras mis ojos, absortos, atienden el movimiento ágil de la lengua de aquel camaleón.
A veces, a veces el calor me distrae humedeciendo las ropas, provocando que se adhieran a mi cuerpo como sanguijuela gigante que succiona insistentemente; intento secarme, despegarla de una vez.
En este quehacer, que odio tanto como la vil existencia, gasto unos minutos. Paro, hasta la certeza de la inutilidad de mi acción, me siento estúpido otra vez, mi inteligencia negligente es execrable, cómo puedo tardar tanto en darme cuenta que mis movimientos sólo incrementan mi sudoración, que esa sanguijuela no puedo desprenderla de tajo, que no existe.
Centímetro a centímetro la ansiedad aumenta con cada gota de sudor que se escurre por mi cuerpo, este cuerpo nauseabundo, este cuerpo de humano, doliente, con su hedor irritante. De pronto, mi impotente existencia subleva temores añejos y los expele con violencia; miro de nuevo, de soslayo, a este submundo, este mundo rastrero, donde se anda entre heces sin descontentos. Su status de incomprensible estabilidad, es insoportable. ¿de dónde provine este consenso secreto de respeto infinito a sus actividades y funciones connaturales? El orden parece absurdo en un sitio que sólo invita al hastío. El temor a lo desconocido, produce una ira inextricable que me recorre desde la base del cuerpo, compareciendo ante los rincones, todos, de mi débil ser; sometiéndolos a una subordinación inicua. La sensación inflama mis fuerzas, un arrebato de rabia me impulsa hacia la destrucción de ese mundo inexplicable, que en parte odio, y en parte y en secreto envidio.
Adoro tomar a aquella libélula del tórax, detenerla con firmeza mientras extirpo uno de sus miembros lentamente, me gusta saberme dueño de su destino, arrancar sus alas y con ellas su libertad, situarla de golpe en un terreno inédito, donde morirá lentamente de hambre o devorada por una mantis pedazo a pedazo mientras aún vive; donde jamás volará de nuevo, ni descansará en hojas. Sólo esperara el fin. Le he arrancado su armonía, su maldita armonía exasperante.
Cuando no me encuentro en el bosque, permanezco en la ciudad que aniquila mi paciencia con sus ruidos que acosan a donde vaya; ningún quicio está exento de alguna molesta manifestación auditiva.
Lentamente, conforme el día avanza y me encuentro obligado a convivir dentro de este mal llamado mundo superior, voy transformándome en un ser intolerable. La metamorfosis me establece en un estado de supresión del raciocinio, ya no soy más un humano, lentamente me encorvo, adquiriendo la forma de un cazador que acecha a su víctima, que de a poco su instinto lo domina; mis brazos caen a mis costados, sin fuerza, casi chocan los nudillos contra el piso, como si unos hilos halaran de ellos en dirección al suelo; mi cabeza pesa tanto, el mentón más, que me inclina ligeramente hacia delante. Comienzo a imaginarme en medio de ese bosque que logra paliar mis existencialismos incongruentes; me aparto sin hacerlo de este mundo humano. Cerrando los ojos, comienzo a recordar el gusto de clasificar a los animales, de escoger a mis víctimas.
Me gusta hacerlo conforme a su tamaño y peso, los colores llaman mi atención porque dictan la secuencia de orden en que serán matados; no me gustan los muy pequeños, simplemente los odio, por no ser fáciles de tomar, por tener que destrozarlos al carecer de sitios vulnerables visibles que causen su muerte. Los formo siguiendo normas. A los color pardo los instalo en la última fila; su existencia gris, brumosa, no les permite ser agradables a mis ojos, prefiero no mirarlos, mejor aún, prefiero eliminarlos para siempre, con mucho dolor. Me agrada que miren como van sangrando los demás, uno a uno, saber que escuchan cada gemido de dolor me complace.
Los pequeños son los primeros a pesar de no seguir estrictamente el patrón de los colores, ¡son tan irritantes! Los pulverizo con un mazo o una piedra que de un solo golpe los haga añicos, los escojo como primeros porque son los que más ensucian. Sus vísceras expulsadas con fuerza debido al duro impacto, esparcidas por todo el suelo, molestan la sobriedad del proceso, además, la suciedad es enervante. Siguiendo esta lógica, si se matan en primer turno, se friega, y se está listo para completar la empresa en un área pulcra, libre de rastros de inmundicia.
Si debo decir qué animales gusto de capturar, serían infinidad, salvo que hoy en día ya muchos otros se encargaron de decrecer la lista, así, me conformo con gatos, perros, cucarachas, ratas. Estas últimas son difíciles de conseguir, hay que aventurarse dentro de los drenajes, donde el avance lento sobre la superficie acuosa y pestilente, más de una vez ha provocado mi abandono. Entrar a aquel sitio te transforma en un ciego, un intruso mirando entre tinieblas. Las manos son guías torpes que van golpeando y palpando el camino sinuoso; los tropiezos te tumban de cuando en cuando alcanzando el suelo, las alzadas son rápidas, pero igualmente desatinadas. De a poco, te invade un ansia leve que se agiganta con cada instante de oscuridad, sólo se dilucidan los chillidos agudos de los roedores.
Es ahí dentro, donde uno se percata de su intrascendencia, nadie nota que me encuentro ausente. A nadie le importas. Pudieras resbalar golpeando tu cabeza contra alguna pared, sangrar y gritar desesperado por auxilio; sería inútil, tu propio grito terminaría hartándote mientras la sangre insolente va llenando lentamente el rostro, cegando con su espesura, filtrándose entre los labios entreabiertos, ahogándote, y tiempo después… la dulce muerte. Días largos se consumirían hasta que el pútrido cuerpo llamara la atención con su penetrante olor descompuesto, sólo en ese momento darían contigo, y no por algún indicio de consternación, sino para ahuyentar esa pestilencia que se prendó de su olfato.
Sacudo mi cabeza fuertemente para forzarme a reinstalar mi mente, a volver al mundo mecánico de servir y obedecer. Retomo la postura para evitar sospechas, no quiero ser igual a ellos ni tampoco comenzar a ser identificado como su cazador.
Estoy a los pies de un edificio de doce pisos, en una esquina, bajo un semáforo enrojecido –bajo esa rama metálica- . Frente a mí, cientos de personas andan sin detenerse, no son más que insectos, inmundos, que arrastran sus patas cortas contra la acera, trepando por las venas de los inmuebles.
Alzo la cabeza tanto como puedo, mi mirada no logra abarcar ese edificio tan alto. En el trayecto, encuentro a un humano limpiando el ventanal, ¡que parecido tiene a un arácnido! Con sus enredadas que asemejan una telaraña, con sus extremidades largas y cerdosas, balanceándose; su aspecto asqueroso, repugnante, sus movimientos descontrolados y constantes. Sus tentadoras patas lucen irresistibles, provocan una repugnancia atrayente –algunas veces, sensaciones antagónicas engendradas en un alma simétrica encuentran una dualidad indisoluble-…imagino desprender cada miembro y con cada miembro la sangre cálida corriendo entre mis dedos frágiles, sensibles, disfrutando como cada hilo rojizo acaricia el tejido cutáneo; admirar sus rostro desencajado buscando alguna explicación, sin comprender nada. Yo tengo el control de su vida, tengo el control de su respiración, esas ideas punzan fuertemente en mi cerebro como alicientes.
Con determinación me sacudo al fin estos deseos morbosos, debo ser determinante. Bajo el rostro ligeramente, mi vista horizontal comienza a recorrer el resto del edificio hasta su final encontrando el cielo. Unas nubes negruzcas, hinchadas de monotonía, parecen aplastarme contra el suelo. La lluvia las infla, la tormenta está próxima. Una primera gota cae, gruesa, pesada como plomo, choca violentamente contra mi piel desintegrándose en pequeñas partículas de agua; como ejército arrasando una tierra enemiga, la invasión comienza, no hay manera de detenerla. La situación me desquicia, corro con fuerza. Tras unos metros, el corazón casi me revienta, las rodillas trémulas cosquillean; doblo en una esquina llegando al edificio donde laboro, cruzo el umbral de la puerta rápidamente; dentro, el agua de mi piel se ha secado, las gotas ya no me alcanzan, estoy a salvo. Subo las escaleras hasta la planta del departamento de administración, uso estas, porque el ascensor se ha descompuesto hace ya un par de semanas, asunto que no me incomoda pues el cansancio provocado por esta tarea me relaja haciendo olvidar el miedo de ser impregnado por la suciedad humana,… la suciedad humana tiene alcances inimaginables, las gotas de agua desprendidas del cielo inocente, están contaminadas por desechos fisiológicos, químicos; todos generados a voluntad del hombre y la falta de reflexión sobre sus actos; el instinto dominando las acciones lo acerca constantemente a la naturaleza animal que habita en el fondo de su esencia, cabe decir, que este acercamiento es con conciencia, el de un animal, no es su naturaleza inherente.
Por fin, arribo a la oficina de trabajo. Alrededor mío, infinitas manos golpean teclas pertinazmente; voces encontradas, desordenadas, emanan de aquel cubículo, que es mi prisión. Docenas de humanos permanecemos hacinados dentro de este espacio, el calor generado por las horas de aglutinamiento acrecienta minuto a minuto la fetidez.
Mirar el entorno, te permite apreciar la invariabilidad de la rutina, el cansancio de ser siempre iguales, de encontrarse fastidiados de la realidad mecanizada.
Fernando, un tipo robusto de ojos expresivos, negros, de estatura mediana, es quien comparte trabajo conmigo. El acercarse a pedir opinión o compartir ideas, acción que realiza mientras me encuentro sentado, lo obliga a inclinarse ligeramente en dirección a mi rostro, su jadeo, su aliento húmedo, ese aroma a cigarro rancio… quisiera aventarlo contra el muro; no puedo hacerlo, tengo que soportarlo, tengo que sobrevivir, ganar dinero. A veces en un intento por ignorar mis fastidios me percato que Fernando no es tan mal tipo, incluso siento lástima por él, siempre moviéndose lentamente, con ineptitud, atado a la necesidad de engullir hasta la saciedad de su inútil apetito. Miro como lo observan con repugnancia, yo mismo lo hago, como evitan tocar sus manos grasosas. Entretanto, un par de figuras femeninas se tienden sobre un sofá a ingerir café cotidiano, mientras unos clientes esperan a ser atendidos por éstas.
El jefe se acerca, con su cara hosca, exigente pregunta si he terminado el trabajo que se me encargó; se lo entrego con un gesto amable –apretando los dientes-. Lo observa detenidamente, hace una mueca de reprobación y lo tira a la basura de un solo movimiento, mientras dice:
-Realízalo nuevamente Aguines, es un proyecto sin sentido, vacío, ¡una mierda!, ¡no es lo que te pedí! ¡¿Acaso crees tener mejores ideas?! No seas absurdo, sólo eres un empleado.
Lo miro fijamente, en silencio, soportando la humillación, realmente la remuneración es moderada, pero dónde encontrar trabajo en estos días. Debo callarme, continuar mis convicciones. Mascullando, respondo:
-Lo tendré listo para el lunes licenciado, no más decepciones y estupideces de mi parte, agregaré lo que sugiere con gusto.
Que indignante adular lo que odias, pensar unas palabras y suplantarlas por otras. Que asco me daría mirarme en este momento. De pie, con la dignidad recientemente pisoteada, el orgullo despedazado… ¡de pie!, con una sonrisa simulada… que ruin es la existencia humana, tan vacía, tan ficticia… tan ajena.
Poco a poco reincorporo la cordura tambaleante situándome de nueva cuenta en el escritorio con mi nombre rotulado en un diminuto pedazo de madera. Las horas transcurren pesadamente, el tic tac punzante, ineluctable, penetra hasta los huesos, haciendo ecos.
La jornada termina; bajo presuroso, como huyendo de alguna presencia ignota. Subo al metro. En el camino, abstraído, elaboro un escrupuloso análisis de mí comportamiento las últimas semanas. Noto que con mayor regularidad esa clase de sensaciones se apoderan de mis movimientos; cada vez más frecuente la sudoración desmedida, el refugio entre árboles con el viento soplando sobre el rostro y mis manos ocupadas lacerando cuerpecillos, los deseos de mutilar a seres de mi misma especie, la permanencia intolerante dentro de esta sociedad automatizada.
El transporte se detiene –el ruido estruendoso que emite al frenar interrumpe con un susto los pensamientos-, salgo de un brinco. Mi casa se encuentra a unas cuantas calles, calles que solía caminar placenteramente, pero que ahora se han vuelto ansiosas, eternas. Las ando con un ritmo fluctuante: pasos rápidos, seguros, y luego lentos, vacilantes.
El vecindario es agradable, con aceras anchas, libres de basura; casas grandes de madera, cubiertas de tejas rojizas superpuestas, colocadas cuidadosamente; fachadas cubiertas de colores discretos, blanco, marfil, amarillo pálido; jardines elaborados con flores bien escogidas, sutiles. Mi casa no es distinta, de hecho todas me parecen iguales, aunque eso es agradable, refleja equidad, por lo menos a simple vista; hace olvidar las diferencias económicas, la competencia enfermiza y denigrante.
Cruzo el umbral de la puerta, a escasos metros miro a mi esposa con su sonrisa afable; es alta, estética, de cuerpo grácil y delgadas piernas largas, de pelo castaño oscuro y ojos color marrón. Con un beso indiferente saludo, percibiendo su aroma dulce –hace ya varias semanas las sábanas permanecen frías; la libido se ha escondido en la zozobra inexplicable de mi ser-, camino cansado al despacho, donde me encierro horas incontables. Los papeles me abruman, el trabajo es laborioso, pero la mente se encuentra en otro sitio.
Unas pisadas continuas, rápidas, se acercan, escucho un andar parejo de cuatro patas, mi perro Trento, un bullterrier color miel de cuatro años, saluda meneando la cola mientras tiendo una mano sobre su pelo terso que asemeja cerdillas pequeñas, apelmazadas, lo acaricio; esos ojos brillantes, vivos, me hablan; su cara expresiva desaparece, por un momento, la infundada certeza de su imbecilidad. Cada vez me acerco más a la conclusión de que fueron creados para paliar la angustia humana.
Deslizo la espalda contra la pared, desciendo en cuclillas, él, yace plácidamente sobre la alfombra suave – imagino que esa textura gentil es agradable a su piel- en tanto yo recorro su estructura fuerte, musculosa. Enciendo la radio con la intención de escuchar lo acontecido a lo largo del día: “Una bomba en terreno iraquí mata a diez personas, entre ellas dos niños menores de 10 años; la tortura practicada a los prisioneros en Guantánamo les causó una muerte lenta; decenas de prisioneros se amotinaron en Spirito Santo, en Brasil, varios heridos…” Coloco la cabeza entre mis rodillas sin parar de mimar a mi mascota. Los dientes comienzan a castañear ante el horror de la verdad humana. El odio instalado dentro de nosotros, expectante, agazapado, la situación es imposible, aparentemente inevitable. Sollozando pienso en la fidelidad del animal, en la inocencia; en su alma impoluta a salvo de rencores y maldades. Acelero mis movimientos, atizo la mano contra su cuerpo, con caricias casi desesperadas. Su cabeza exagerada se recarga en mi rodilla consolándome mi brazo tiernamente mientras estiro mi mano alcanzando el abrecartas de mango de madera que mantengo siempre bien afilado… y, despacio lo hundo en su cogote.
Su amor no advirtió la traición, no lo vio venir.
Los ladridos de dolor alertan a Sofía, quien apresuradamente se dirige al despacho. No escucho sus pasos, la encuentro hasta que la miro en la puerta, horrorizada, con la cara descompuesta. Sentado, con las manos ensangrentadas, golpeo mi cabeza contra la pared, llorando, odiándome –sobre la alfombra crece una sombra rojiza-, acaricio a mi perro intentando con este gesto revivirlo, es inútil. Estoy perdiéndome, las sombras me acechan.
La boca seca y los ojos de Sofía buscan explicaciones, todo está mal, el pánico me invade… Permanezco tendido ya, con las piernas vencidas, paralizado. Fuerzas vagas dirigen mi mano hacia el abrecartas, perdido entre los pliegues formados por el pellejo del animal inerte, lo extraigo con la mano temblorosa, aun gotea la sangre caliente, lo coloco en un extremo de mi cuello, presiono, un hilo de sangre escurre, Sofía grita, aturdiéndome, pone sus manos contra la cabeza, sacudiéndose violentamente, con frenesí, hasta que en un momento de lucidez se abalanza y me arrebata el abrecartas. No ofrezco resistencia, el ánimo exangüe no lo permite.
Exhaustos, descansamos. Nuestros cuerpos tensos no responden ni razona la mente, prevalece un silencio incómodo, de aquel en que se piensa sin querer hacerlo, de aquel en que somos completos desconocidos ante años de intimidad.
Extraviados.
En el fondo del despacho, de unos cinco metros cuadrados de forma rectangular, con unas ventanas enormes cubiertas por cortinas grises, esta colocado el escritorio, recargado por uno de sus costados contra la pared. Viéndolo de frente, del lado izquierdo, permanece Aguines hundido en la sombra pegajosa de sangre. El cuerpo del perro muerto descansa sobre los brazos bañados de rojo de Aguines. Llora con fuerza, ahogándose con su mucosa y sus lágrimas, gimotea. Sofía se encuentra justo frente a él con el arma en la mano, sosteniéndola con firmeza. Tira de sus cabellos, grita reclamando a Aguines, quien pareciera no atenderle –Aguines no respira o si lo hace lo realiza trabajosamente-, Sofía advierte un vacío en la mirada de Aguines; en ese instante comprende que el alma de su esposo, -desprendida en dos partes, donde la maldad, que es una de ellas, se muestra orgullosa, vencedora-, se ha deformado, la humanidad en el ha muerto. Él, guarda su mirada sobre los dedos viscosos, ensimismados, admira su nueva piel. Sofía da un vistazo a la habitación, filas de pequeños adminículos diseñados para extirpar miembros de insectos o de pequeños animales colocados encima de la mesa de centro; fotografías de las cacerías de su marido la rodean, se siente vigilada por aquellos ojos agónicos; hojas y hojas repletas de palabras cansadas, plagadas de venganza, la venganza cruel y descarada, descansan dentro de la gaveta de su escritorio.
¿Cómo no previno esta situación? Se siente tonta. Soy una tonta, se repite una y otra vez, reprochándose. Debió haberlo notado, poner mayor atención ¡estúpida!, ¡estúpida! Se repite como si cada reclamo la volviera de este sueño…pero no despierta, esta es la realidad, lúgubre, incompleta.
La atmósfera enrarecida se percibe incómoda. Prevalece el silencio reticente.
Un aroma intenso a sangre comienza a adueñarse de la habitación… La escena se mantiene impávida, ellos saben que no tienen otro sitio a donde ir. Tendrán que arreglárselas.
*El autor radica actualmente en la Ciudad de Puebla. Ha escrito cuentos y otros textos de creación. El presente aparecerá publicado en dos partes.

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